Yo pinto para no morirme por dentro
Néstor Carrera
Skype es una herramienta tecnológica que elimina las distancias, y en esta ocasión más que en ninguna otra, me ha sido de gran utilidad. Desde la comodidad de mi escritorio pude adentrarme al mundo de un artista. Sentía que conversaba a través de una ventana o que irónicamente, veía por el marco de un lienzo rosado a uno de los seres más cautivadores que he conocido. No pude en ningún instante dejar de apreciarlo, como si fuese un arte abstracto; intentando entender su complejidad, la naturalidad literaria y poética de su discurso, su sonrisa amable, su mirada nostálgica y el movimiento de unos dedos ansiosos e inquietos manchados de pintura amarilla en su mano derecha, la cual mantenía en alto para reposar su barbilla.
Me sorprendió, en primer lugar, que decidiera interrumpir su trabajo para realizar la entrevista. La pintura en sus dedos todavía brillaba porque no se había secado, y sus ojos no mostraban señales de frustración.

Nacido en el estado Yaracuy, Néstor Carrera recuerda con agrado el día en el que su familia se mudó de un pueblo sin oportunidades a la capital, San Felipe, porque una vez establecidos en la ciudad, su madre lo inscribió en la Escuela de Artes Plásticas Carmelo Fernández, “y me quedé allí el resto de mi vida”. Luego, por medio de una beca, se especializó en Artes Gráficas en la Universidad Nacional de San José de Costa Rica, y volvió a la escuela que lo vio nacer como pintor, y que afirma “también me ha dado una esposa”, a impartir clases durante 25 años.
Desde entonces, sus obras han sido exhibidas en museos de 14 países del continente americano y europeo, tales como Canadá, España, Italia, Alaska, Guatemala, El Salvador, Estados Unidos, Finlandia, entre otros. Además, ha sido galardonado con siete reconocimientos, entre ellos: Primer lugar en Artes Visuales, Grabado, Serigrafía y Mención de Honor en tres ocasiones por sus colecciones. Sin embargo, asegura que “los premios sirven como estímulo pero no deben determinarte”.
En las obras de su más reciente colección Paraísos Imaginarios, con cielos amarillos, caballos, papagayos, aves, peces, morrocoyes, árboles y bicicletas, ilustra los paisajes llenos de luz dentro de la imaginación de un niño criollo, o los recuerdos de la infancia de un hombre. “El fin básico de mi trabajo es que las personas se trasladen en el tiempo”, me dijo, porque considera que “si perdemos la capacidad de ser niños, nos perdemos en el mundo”.

Para Néstor Carrera, cada uno de los elementos dentro de sus pinturas tiene un concepto. “El caballo resume la fuerza del mundo. La libertad latinoamericana se consiguió en el lomo de un caballo”, me explicaba, y en ese momento sentí que estaba en presencia de una pequeña muestra de cómo pudieron haber sido sus clases. “Y aunque represente todo eso”, me argumentaba que no cree que exista un niño que no desee un caballo o una bicicleta. Y es así como a través de su arte, él pretende no solo evocar lo que vivió cuando era pequeño, sino que también intenta plasmar sus anhelos: “Yo nunca tuve una bicicleta”, añadió resignado.
Incluso, aquellos episodios en los que sintió miedo, como otra víctima inocente de las historias de fantasmas de los pueblos más pequeños y remotos, se puede apreciar en sus obras, un samán al que las personas acudían con cruces y flores de sus familiares difuntos.
Cada vez que tenía que pasar por la calle del samán, corría con todas mis fuerzas porque me asustaba pensar que podía ver a un muerto rondando,
Néstor Carrera, entre risas y mímicas.
Cuenta que a su hija, María José, le regalaron un morrocoy cuando tenía nueve años, y lo pinta en cada una de sus obras porque luego de que falleciera en 2010, considera que “es una forma de tenerla presente. Desde que se fue mi hija me he enfocado en preservar su memoria, en utilizar su recuerdo”. En ese momento entendí la razón de su nostalgia. Entonces su voz se cortó en un ahogo, y con el rostro contrariado pensó si decirme o no lo siguiente: su abuela, a quien rememora como una mujer sabia y amorosa, le contaba que no existía un solo cielo sino tres. En el primero está Dios, en el segundo están los santos, “y existe un tercer cielo donde están las almas de las personas que hicieron bien en la Tierra y me gusta pensar que ahí está mi hija con mi abuela”.
Dicha historia se volvió una creencia para él y a partir de ahí nace Paraísos Imaginarios, con el fin de darse consuelo. “Cuando pinto esos paraísos uso muchos colores y mucha luz porque quiero que ella donde esté se sienta libre y feliz”, pues sabe que su hija está en los paisajes de todas sus pinturas, “allá en el tercer cielo”.
No pensé que podía sentirme más conmovida, cuando luego de secarse las lágrimas me comentó: “de hecho estamos en su cuarto”. Miró a su alrededor y luego su mirada se perdió por unos segundos como hipnotizado por un rincón en específico. Al principio no me había detenido a pensar en el rosado que lo rodeaba, y fue cuando comencé a sentir la humanidad de María José envolviéndonos con su esencia.
Visualicé una peinadora, un joyero y un candelabro negro y moderno colgando del techo que me hizo recordar su juventud y que en efecto se había ido recientemente. “Mi hija tenía quince años, tres meses y cuatro días”. El ambiente se volvió místico a partir de ese momento, y con respecto a su último comentario, no pude preguntar más nada.
El alma de Néstor Carrera
Este venezolano reconoce que existe una etiqueta sobre los artistas, por lo difícil que es para muchos ganarse la vida. Me confesó que no fue sencillo decirles a sus padres que se dedicaría a las artes. “Mi papá decía que ser pintor era agarrar el camino de morirse de hambre”. Incluso su madre le dijo, cuando salió en la prensa por primera vez a los 16 años que “eso no te va a dar que comer”. Sin embargo, admite que no los pudo entender en ese momento sino años más tarde, y al mismo tiempo, ellos le brindaron todo su apoyo luego de ver su talento y vocación.
Carrera manifestó no creer en la inspiración sino “en la necesidad de decir cosas”. Su pintor favorito es Marc Chagall, de quien tiene un libro en su mesita de noche junto con lápiz y papel en caso de que surja una idea, y al igual que él profesa que el arte “es un estado del alma” como el amor, por lo que “yo pinto para no morirme por dentro”.

Luego la habitación se llenó de más rostros, la esposa de Néstor, Emérita, y su nieto Camilo, a quien consideran un regalo de compensación de Dios porque nació el día del accidente que se llevó a María José, aparecieron en escena. Fue la primera vez que lo vi sonreír de manera espontánea y sin cuidar la sutileza de sus facciones. Me saludaron gratamente y me dieron la bienvenida a su casa. Me consoló ver que ese hombre tan sensible, y quien visita dos veces al día el cementerio, pueda llegar a su casa sabiendo que será recibido con amor. Me dijo que no hay nada más reconfortarte que vivir de lo que amas.
Me mostró entonces su último trabajo con una especie de orgullo infantil, el cual sostenía con delicadeza porque todavía estaba fresco. Era un morrocoy en un paisaje amarillo, cuyo caparazón estaba hecho de hojilla dorada y plateada. Sus ojos se llenaron de nostalgia al contemplarlo, pero estaba satisfecho.
– ¿Cómo se siente ahora señor Néstor?
– ¿En la vida?
– Sí, tanto personal como profesional. – Le especifiqué ansiosa de saber.
– Bueno… como dice un amigo… perfectamente regular.